El debate sobre el concepto de víctima y sus implicaciones en la configuración de las identidades y las reivindicaciones en torno a las graves vulneraciones a los derechos humanos, se ha mantenido soterrado en Colombia. En todos los foros se mencionan las dificultades de ese término, pero las respuestas ante los cuestionamientos desde las múltiples experiencias se ven marcadas generalmente por el sentido práctico y la necesidad de nadar en las aguas del derecho internacional. Por eso, Mark Feierstein, experto a la agencia estadunidense para la cooperación internacional- USAID-, me sorprendió con una reflexión que no esperaba de su parte. Ante mis críticas a la Ley de Víctimas por la exclusión del problema de la violencia estructural, afirmó que Colombia era uno de los pocos países que aún utilizaba el concepto de víctima, y acusó el uso de ese término por sus dificultades para reconocer la voz de “las víctimas” como sujetos políticos, más allá del testimonio y de la reivindicación de sus derechos como sujetos afectados.
Siguiendo ese razonamiento parece muy pertinente considerar en serio los cuestionamientos al concepto de víctima, e incluso, aceptar el reto de plantear un cambio semántico que permita desarrollar el proceso de reivindicación de derechos sin que se dé lugar a aplacar las demandas históricas cuya represión se traduce en victimización, ni las expectativas de largo plazo en torno a la reparación integral.
En Colombia, desafortunadamente, se está promoviendo el debate en torno a la verdad, la justicia y la reparación reduciendo el concepto de víctima a su más estricto significado relativo al reconocimiento del dolor descontextualizado de las resistencias y las alternativas de modos de vida en juego. La apuesta gubernamental es la inscripción de la experiencia de los sufrimientos que configuran la condición de víctima en el marco del “conflicto armado interno”, lo cual significa una decisión de reparar a las “víctimas” de las confrontaciones armadas, dejando por fuera, o forzando la incorrecta inscripción en ese marco, las experiencias vinculadas con el ejercicio de la violencia estructural consistente en la ejecución sistemática de prácticas de sujeción y exterminio funcionales a la defensa y acumulación de poder, justificadas con el pretexto de la guerra, y que son, en el fondo, el detonante del conflicto realmente existente.
Con ese punto de partida, la “década de las víctimas” empieza mal. El tratamiento como “víctimas” a quienes podríamos considerar también sobrevivientes es el punto de partida para cerrar el debate político que llevó al desconocimiento de la violencia estructural implica su no consideración en la ley ni el debate público, desligando el pasado de las masacres paramilitares al presente de las nuevas masacres y de los megaproyectos de economía extractiva que hacen carrera en los territorios despojados y sometidos.