Por el colonialismo que termina por estratificar a los muertos, a la memoria y a sus posibilidades de aprendizaje, entre otras, lo ocurrido en el centro de Europa con el Holocausto ha sido mucho más determinante para nuestra comprensión del mundo que lo ocurrido en otros tantos lugares. La memoria de las masacres en el Congo Belga o en el Putumayo a principios del Siglo XX por el hambre de caucho (determinantes para el curso del desarrollo del capitalismo) o de las guerras de liberación nacional africanas (y su experiencia fundamental sobre el mencionado posconflicto), ocupan muy poco espacio en el pensamiento y la acción por los derechos humanos y la paz.
La detonación de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki hace 70 años es una de esas experiencias ignoradas que tienen todo por decirnos. La decisión de los Estados Unidos bajo la presidencia de Harry Truman de lanzar a “Little Boy” y “Fat Man” sobre las dos poblaciones ha sido documentada de muchas maneras, y no son pocas las conmemoraciones que se han realizado en nombre de las víctimas. Sin embargo, la resonancia profunda de la experiencia histórica aún se mantiene muy lejos de nosotros.
Hobsbawm quiso magnificar este asunto de la siguiente manera: “Nunca la faz del planeta y la vida humana se han transformado tan radicalmente como en la era que comenzó bajo las nubes en forma de hongo de Hiroshima y Nagasaki. Pero, como de costumbre, la historia apenas tuvo en cuenta las intensiones humanas, ni siquiera las de los responsables políticos nacionales, y la transformación social que se produjo no fue la que se deseaba y se había previsto”. El día en que se sintió «el sol sobre la tierra» con mando a distancia, hace sólo 70 años, también incidió en el “cambio epocal de los sufrimientos” que marca hoy nuestro modo de ver la guerra y la paz delineando el concepto de víctima porque el que existen políticas de reparación. Y sin embargo, no ha sido posible afirmar sus lecciones profundas. La “Guerra de los no combatientes”, como también se llamó, significó un quiebre de aleccionamiento al mundo sobre la capacidad destructiva de los EEUU, configurando la paranoia de la guerra fría que los propios gringos terminaron usando a su favor para sostener el anticomunismo con el que abanderaron todas las intervenciones. Pero no ha sido posible todavía que sirva también como referente sobre la potencia y destrucción que confluyen en el conocimiento científico, en particular, el conocimiento sobre la energía y sus fuentes que hace ser al mundo hoy como realmente es, siempre, al borde de la salvación y al borde de la catástrofe.
“Neccesary Evil” se llamaba uno de los aviones que acompañaba al Enola Gay, encargado de tomar las fotografías del ataque. Él mismo con su nombre es ya la fotografía de una época en la que las víctimas podían ser el mal necesario del progreso. Pero del cambio de esa perspectiva, debiera desprenderse algo más que el repudio contemplativo hacia el pasado. Hay que recuperar la mirada ancha, para ver a Hiroshima y Nagasaki como experiencia histórica frente a nuestro instante de peligro actual. De la distancia entre el reconocimiento de la victimización y la reflexión sobre la perspectiva con que avanza el empuje del desarrollo científico y tecnológico en el mundo, se desprende la absurda pretensión de evitar las guerras y reparar a las víctimas sin afectar en nada el modelo productivo basado en el extractivismo irracional o la hipócrita actitud de los países humanitaristas que ocupan los puestos principales en la venta de armas.
En el imaginario impera todavía la cuestión de la energía nuclear como amenaza, con razón. Pero con perspectiva peligrosista, esto sólo conduce a la contradicción de impedir su desarrollo (por motivos militares o ecológicos), sin asumir en serio la llamada para el desarrollo de fuentes de alternativas y del cambio del modelo neoliberal que contribuyan a impedir la repetición incesante de la guerra, que es la mejor ofrenda que podemos hacer a estas alturas del partido, sabiendo todo lo que sabemos.
José Antequera Guzmán.